lunes, 5 de mayo de 2014

RELATOS DE CERCANÍA: Progreso





P R O G R E S O                               
                                                                                                                            Pintura: Kokoscha


 

 
De José Bretones Salinas

 

La luz tenue que parece emerger del doméstico yerbar, del falso lago y de los torreones decorativos que han sustituido a la vieja fábrica de panas, empuja casi imperceptiblemente los últimos jirones de sombra que rodean el edificio trepidante y sin sueño posible de la estación de Sants, separándolos y ahuyentándolos del basamento de frío sobre el que habían estado flotando toda la noche. Éste, el frío, se queda allí pegado al suelo para recibir con su beso áspero y pegajoso a unas figuras que maleta en mano van llegando y se van agrupando en el rincón que les parece menos inhóspito de la circunvalación de la enorme instalación ferroviaria.

Ni una crítica, ni una queja, ni una reclamación; caras de esperanza, sonrisas y palabras de ilusión compartida, lacónicas y casi amordazadas por solapas y bufandas, barrera necesaria entre la cálida alegría interior y el airecillo frío del exterior.

La luz viene baja, como en cuclillas y apenas se atreve a provocar sombra a los cuerpos y objetos. Va saliendo de su timidez poco a poco hasta que se esparce por toda la calle y se queda escuchando a la gente del grupo que cada vez remonta más la voz.

Por entre la palabrería se va abriendo paso un orden de obediencia complaciente a las indicaciones que va imponiendo una joven surgida del paisaje y apenas perfilada entre la tibia luz de la mañana que llega al mismo tiempo que ella. Desde el primer instante nos trata como a una propiedad suya y querida, con autoridad no exenta de confianza y con esa seguridad que da la rutina de algo que hemos hecho bien y muchas veces. 

-Os quiero a todos aquí, sobre la acera, con el billete y el DNI en la mano; el autocar tardará todavía media hora, pero os pasaré lista mientras tanto.

Su trato familiar, la comprobación de que aparecemos inscritos en sus papeles y la inminente partida hacia el destino solicitado, enternecen la dura atmósfera reinante y a pesar de estar en plena calle sin asientos debajo ni techo encima, vigilando la maleta y aguantando el guirigay estentóreo de vehículos y grupos mañaneros de personas que transitan camino de sus trabajos o a tomar el tren que les llevará a ellos, empezamos ya a gozar de los inicios de las tan esperadas vacaciones..

Y llega el vehículo que nos va a trasladar a nuestro destino y comienza la guía a nombrar y a acomodarnos a bordo. Ya estamos en viaje.

Hemos cruzado por esquinas y rotondas hasta llegar a la salida de la ciudad, ese nudo de comunicaciones que forman los nuevos accesos al aeropuerto y los pasos elevados que ponen a nuestros pies unas robustas columnas como vigorosos brazos que nos ofrecieran una interminable bandeja de asfalto elevada desde los esquilmados huertos otrora proveedores de viandas de temporada y hoy soporte de este nuevo elemento de consumo intangible pero tan presente que es la velocidad, o lo que es lo mismo, la necesidad de desplazarnos continuamente lejos y con prontitud.

Y he meditado sobre mi creencia, hasta ahora firme, de que esos viales y esta policromía en movimiento que pulula sobre ellos, constituyen eso tan importante y etéreo que llamamos “el progreso”. Acomodado en mi asiento del autocar he recogido mi haz visual para recorrer con él tan solo el interior del vehículo: su contenido. En los asientos inmediatos al mío, un hombre de cabello blanco y gafas grises, de tez morena y mirar de oro, giraba la cabeza como queriendo abarcarlo todo sin desperdicio, con avidez, mientras una sonrisa tan amplia como sus gafas hace innecesario preguntarle si se siente feliz. Detrás de nosotros, dos voces femeninas convierten en conversación sus recuerdos y nos van informando a todos de que este es su tercer viaje de vacaciones con el Imserso y que ahora sí que traerán regalos para los nietos, porque ellos los esperan “y hace tanta ilusión entregárselos al regreso…”

He vista clara que la verdadera progresión (es decir, avance) no tiene como exponente más representativo esas nuevas carreteras ni los vehículos cada vez más potentes, las atrevidas construcciones de la ingeniería, ni el repliegue humilde de las tierras labrantías, definitivamente derrotadas por el asfalto. No, esa no es la causa del progreso sino su consecuencia. Lo que de verdad es un importantísimo salto de la sociedad hacia delante es lo que esta mañana de Febrero soleada ya a estas horas, se arrebuja, ríe y parlotea dentro de un autobús de vacaciones bautizadas con un nombre de importación: “Mundo senior”.

Ante los ventanales del vehículo, como una proyección de imágenes que se desplegaran sin cesar, cruzan núcleos urbanos, naves industriales, esbeltos postes publicitarios con guiños de logotipos, casonas en crecimiento con ortopedia de grúas y campos en barbecho de rastrojeras sedientas; todo ello en una sucesión rápida y acompasada como coreografía que se moviera al compás de la música que nos está amenizando el viaje desde la megafonía interior.

La autopista nos aleja a trechos de este espectáculo variopinto y dinámico para encerrarnos en ella misma y mostrarnos así a solas uno de sus incuestionables encantos íntimos: las áreas de servicio. No importa el viento que libre de peaje y sin límites de velocidad nos zarandea cuando bajamos para tomar una refacción en cualquiera de ellas, ni los precios de bebestibles y bollería, ni la aglomeración encajonada que hemos de soportar con la bandeja en equilibrio viendo cómo el descafeinado inquieto salta y se escapa tan pronto puede por el borde de la taza. La parada en estas modernas postas llenas de colorido y ofertas es una tentación a la que todos sucumbimos, porque en ellas podemos por fin hablar con nuestra vecina la señora Carmen, que viene en el autocar pero en los asientos traseros: porque podemos comprar el periódico que trae las noticias que ya hemos escuchado tres veces en la radio y porque nos permite tomarnos con toda comodidad la cápsula de media mañana. En las áreas de servicio todo son facilidades.

El último tramo nos pone más expectantes. Se nos dan ya las instrucciones para la llegada y a través de ellas nos imaginamos el hotel, sus servicios, la habitación y las actividades que vamos a desarrollar. En este punto del viaje nadie recuerda ya ni achaques, ni soledad, ni el mal carácter de la nuera, ni las incomodidades del barrio en que vivimos. A la imaginación le falta espacio para abarcar todo el abanico de actos y lugares que están queriendo poner en orden. Y llegamos.

-Jesús, cómo se me agarrotan estas piernas. La maleta, ¿dónde está la maleta?... Sí, esa marrón, gracias.

-Señora Carmen –dice otra, entremos juntas, que nos pongan en la misma habitación.

El trámite de ingreso y la toma de llaves es aún más breve y cómodo que cuando viajábamos por nuestra cuenta, porque aquí en todo momento estamos asistidos por el guía. En el ascensor se cotejan los alojamientos:

-La señora Carmen y tu vais a la seiscientos doce, nosotros a la seiscientos catorce. Vamos a estar casi juntas.

-Dice la señorita de la recepción que son todas las habitaciones exteriores. Y a mí es que sólo ver el mar desde la ventana, me levanta el ánimo.

Y a media tarde la reunión con las monitoras para apalabrar las excursiones. Qué de propuestas, sugerencias, preguntas, pagos y recomendaciones para ir juntos en el mismo autocar el día de la visita al castillo y el de la excursión por la ruta de la costa.

-¿Y el mercadillo, qué día es el mercadillo?

La empleada, que posee una rara habilidad para entresacar el grano de las inscripciones de la paja del curioseo, va anotando y cobrando a los que deciden ver castillo, playas o monumentos, al tiempo que atiende, informa y entrega folletos a unos y otros. Envuelta en ese trajín acaba por completar listas y rutas, les da los volantes acreditativos a los inscritos y se va tal como llegó: sonriente y parlanchina.

Nadie hace previsión de que pueda surgir algún impedimento como cuando se planea desde la vida rutinaria del domicilio habitual. A ver si en estos días de vacación y escape van a aparecer por aquí “tan lejos” los síntomas del colesterol o el trastorno de los triglicéridos. Faltaría más…

La habitación es amplia y llena de luz. El ventanal da a la avenida y allá a lo lejos, por detrás de antenas y azoteas se vislumbra el mar que esplende entre esmeralda y zafiro, festoneado de blanco en las orillas al forcejear con la arena que no quiere que la despierte de su sueño color ocre. Estamos a seis pisos de altura de la calle, por la que llegan rodando cansinos mil ruidos indefinibles y lejanos.

De pronto aparece una camioneta de andar pausado y frenos estridentes que lanza como dardo hacia arriba, desde unos altavoces que soporta sobre sus lomos un mensaje que nos recuerda algo que habíamos olvidado con el viaje: El día doce hay elecciones. Es voz recia nos habla con tono balsámico de la modernidad y de la equiparación en no sé qué avances con los países más ricos de Europa, de macroeconomía, del índice del Ibex, la moderación del IPC y de la fluctuación de los tipos de interés…

Recojo la mirada y la dirijo hacia el interior de la habitación. Por delante de la puerta entreabierta veo pasar presurosa, camino del ascensor, a un grupo de setentonas que se mueven con agilidad de quinceañeras. Hablan alborozadas y comentan que el comedor está en el entresuelo y que el régimen de comidas es de bufete libre.

-¿Y qué platos tendremos?

-Pues yo voy a mirar esta vez de comer más verdura y menos fritos, porque me estoy poniendo…

-Hija, pero por unos días no vas a sacrificarte. Bastante sacrificadas nos tiene el médico de cabecera todo el año.

Medito sobre las otras comodidades incorporadas últimamente a la sociedad por el imparable avance de la técnica: los teléfonos móviles, las cadenas de televisión con múltiples canales, esa lámina vidriosa que me trae a mi casa imágenes e información de cualquier rincón del mundo… Y me voy yo también hacia el elevador. Coincido en él con un matrimonio que baja igualmente a almorzar, nos saludamos cortésmente y los oigo hablar ilusionados de la primera excursión de estas vacaciones que va a ser mañana mismo. Cierro sin darme cuenta los ojos y se me escapa en voz alta un pensamiento que me brota de la convicción más firme:

-Este sí que es progreso.






2 comentarios:

  1. He insistido mucho para conseguir otra firma de José Bretones y este es el trabajo que nos ha presentado. El relato de hechos cotidianos tiene una visión poética y original donde la ironía se sale de las líneas.

    ResponderEliminar
  2. Me gustó mucho el relato de José Bretones, y lo contó tan extensamente, que me he visto junto a la señora Carmen y a otras amigas, dentro del autocar....

    Te felicito José, y espero que te animes a escribir.mas.
    Un abrazo
    Leonor

    ResponderEliminar

se agradecen tus comentarios